Resumen
Estamos en una época de verdadera transición literaria. Siguen todavía los Hermes recluidos en su concha aisladora, y los novecentistas, y los que pretendieron continuar la senda luminosa que trazó el genio de Rubén Darío, nada nuevo de encomio ofrecen a la crítica y el público; mostrándose, por otra parte, cada día más borrosos e impersonales. De otro lado, un grupo de jóvenes, emulando sin duda, a sus contemporáneos franceses, lanzan la proclama de una nueva tendencia –que tiene por órgano representativo a la revista “Ultra”–, despertando las iras en el enemigo que califica a los revolucionarios, libérrima y mordazmente, con imprecaciones y risotadas despectivas. Se deslinda la lucha entre los que defienden lo nuevo y lo viejo, la tradición y el ideal; y así colocados, cuando los post-modernistas o novecentistas se sienten con sorpresa hundirse en su propio estatismo, en su fatal desorientación; cuando los ultraístas pergeñan nuevas formas, desconocidos modos de ver y sentir los motivos de arte, alguien da el grito de que todo es falso, lo que se ha hecho desde Rubén Darío hasta la fecha, y lo que ahora se pretende hacer. Y el que tal cosa afirma tiene razón. Debemos apartarnos de lo impersonal y lo vulgar; en lo que suelen incurrir todos aquellos que de modo tan directo y tan lamentable sufren las influencias de cualquier escuela. Necesitamos poesía sin tradición, poesía creada al fulgor de unos ojos infantiles. Hay que nacer de nuevo y arrancar de las minas interiores del espíritu del momento iluminado, el mármol y el oro para la nueva obra que espera la humanidad. Han fracasado los novecentistas por seguir las huellas de Rubén Darío, cuyo genio fue grande en él; han fracasado, o empezado a caer en el fracaso los ultraístas por seguir demasiado lacayunamente a los franceses y por falta de talento poético. En poco tiempo han creado los ultraístas una cantidad de tópicos mayor a la de los insoportables novecentistas, cuya obra es un remedo del pobre y nunca bien llorado Rubén Darío. Yo, pecador en este valle de lágrimas, me acuso de haber puesto mis manos en este Cristo de la belleza. Destruyamos nuestra obra, e individualmente, solitariamente, atendiendo a la irradiación de nuestro espíritu, sin agruparnos en torno a falsos dioses y sin rastrear las huellas de las engañadoras tendencias literarias, levantemos la poesía del porvenir, cada cual guiado por la luz de su mente hacia el fin que persiga… Las cosas que durante tanto tiempo duermen en el caos, vendrán a luz a tiempo a través del alma fuerte clara del poeta… Hagamos poesía dentro de nuestra nada… Que cada uno sea uno, y no todos… ¡Un universo para cada poeta!