Resumen
Miembro de una generación a la que trascendió con creces, Miguel Hernández es uno de los poetas más grandes de la hispanidad. Celebramos su centenario en el 2010, pero mucho antes ya había accedido al mito. Sobran los motivos, más allá del primerísimo, sin duda, estético: el contexto de la guerra civil española, su via crucis carcelario, el marcado carácter autobiográfico de su obra, una muerte que lo hermana con Lorca (víctimas ambos del fascismo), su pasión torrencial y la musicalización de varios de sus poemas emblemáticos por cantores del calibre de Paco Ibáñez, Joan Manuel Serrat y Danny Rivera. Pero la reacción emocionada ante sus versos suele distraernos del sorprendente dominio del oficio de un poeta autodidacta que murió antes de cumplir los treinta y dos años. El admirable fenómeno de su originalidad valida la aguda sentencia de Carlos Bousoño: “la capacidad que un poeta tenga para influir en la posteridad suele estar en proporción directa con la cantidad de tradición que su obra, desde su novedad, salva”. Bousoño escribió estas palabras pensando en Miguel, porque tras su aparente espontaneidad pasional late una conciencia del oficio ejemplar que lo lleva a reescribir una y otra vez sus poemas, como bien lo demuestra Carmen Alemany Bay en el libro que hoy reseñamos. La oportuna frase del título –el desafío de la escritura– alude a su laborioso proceso de creación, que va de la mano de un sorprendente repertorio de fuentes tan diversas como abundantes, que el poeta transforma para hacerlas suyas de manera inolvidable.