Resumen
En mi formación temprana está el recuerdo de lo que me gusta nombrar con el título de un cuadro de Manet, el almuerzo en la hierba. Era 1946. Las pupilas de dos niñitas ─una morena y una rubia, como dice la zarzuela─ se llenaban de azul y verde. Entre el follaje y un cielo límpido, sin nubes, se recortaba la silueta de nuestra Giralda criolla, neobarroca: la Torre de la Universidad de Puerto Rico, ícono nacional en el que mestizaje, libertad y sabiduría se abrazan. Las dos niñitas éramos Luce y yo, quienes contando con apenas dos y cuatro años, respectivamente, conocimos a nuestra Alma Mater de la mejor manera posible: en un almuerzo sobre la hierba que, como lo hacían tantas familias en aquel entonces, habían planeado nuestros padres como recreo dominical. Si en el principio nos entró por los ojos por su belleza, años más tarde ─y ya como sus estudiantes─ la Universidad nos seduciría por el oído, en las lecciones magistrales de sus insignes profesores. Pero lo importante es que quedamos conquistadas para siempre. Y hoy podemos decir, tras más de cuatro décadas de docencia, que le hemos dedicado lo mejor de nuestras vidas. Con una fidelidad que no ha cedido a la tentación del exilio por el lucro o por el espejismo del prestigio extranjero: afirmo regocijada que el Ivy League no pudo competir por estos corazones puertorriqueños.