De un encuentro con Ernesto Cardenal
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Palabras clave

encuentro
Ernesto Cardenal

Cómo citar

González, S. (2024). De un encuentro con Ernesto Cardenal. Retorno. Revista Independiente De Literaturas Y Lengua hispánicas, 4(2), 39–41. Recuperado a partir de https://revistas.upr.edu/index.php/retorno/article/view/20582

Resumen

En octubre de 2003 se celebró en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, un congreso de literatura mística al que asistieron reconocidas figuras nacionales e internacionales expertas en el tema. Entre los ponentes estaba Cardenal, quien leyó un puñado de sus versos místicos. Oí de sus labios la poesía sencilla, desnuda, directa y sin pretensiones que me había cautivado desde el primer momento. El poeta había llegado a Puerto Rico varios días antes del inicio del congreso. Martha Calero y yo fuimos convocadas por Luce López Baralt para hacer el papel de anfitrionas. Acababa de defender mi tesis de maestría, justamente, sobre su discurso místico. Confieso que la noche anterior no pude dormir. No sabía qué esperar del encuentro. Recordaba que mi poema favorito de adolescente, “Al perderte yo a ti”, era de su autoría. Lo llevaba siempre conmigo en una tarjetita, parecida a las de crédito, que compré en una farmacia de mi pueblo con la esperanza de regalársela a alguien que me hubiera perdido, pero terminé quedándome con ella. Llegué temprano al hotel en que se hospedaba en el Condado, acompañado por quien hacía las veces de asistente y escolta. Era un hombre mayor, aunque recio, simpático y amable, quien, si mi memoria no me falla, se apellidaba Chacón. Habían convivido en la comunidad contemplativa de Solentiname. Cardenal y él parecían tener una relación peculiar en la que coincidían regaños, reproches mutuos y mucho afecto y admiración. Esperé al sacerdote poeta en el vestíbulo del hotel muerta de miedo. Al abrirse las puertas del ascensor, me encontré de frente con un anciano de pelo y barba blanquísimos y largos, vestido con una sencillez conmovedora. No sé por qué me sorprendió que fuera un hombre grueso. Había visto fotos suyas antes, pero me impresionó su aspecto. No se parecía a los curas de mi pueblo. (Hace poco lo vi en televisión, frágil y delgado, pero con la misma dignidad y entereza en su rostro). Tras un saludo seco, aunque cordial, salimos en el carro de Martha rumbo al Viejo San Juan. Él había estado allí antes. Yo seguía muy cortada, incapaz de actuar con naturalidad. Cardenal, por su parte, aseguró estar hambriento y deseoso de comer comida criolla puertorriqueña. Lo complacimos enseguida. De ese almuerzo recuerdo alegremente cómo rechazó un jugo de china natural por una Medalla (se tomó dos); y cuando le preguntó al mesero si la carne guisada traía guarnición. Cardenal era todo menos lo que me esperaba de un místico o, al menos, como me los imaginaba yo, entre San Juan y Santa Teresa. Era más terrenal, más humano, más cercano.

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