Abstract
Relativamente breves para la historia de un teatro nacional, ciento sesenta años trazan, sin embargo, el rostro escénico de la isla de Cuba. Como cada día desde entonces, entre las brumas que cubren el escenario, intenta el cuerpo del actor dibujar en el espacio, con mayor o menor fortuna, con más o menos conciencia, un personaje cuya dramática existencia se reduce a vivir el efímero tiempo del teatro. Aun conociendo esta trágica ontología, busca permanecer (solo) en la memoria de sus espectadores. Conflicto eterno, y siempre renovado a pesar de cualquier medio moderno de grabación, porque el teatro pretende dejar esa huella a través de una escritura escénica de la vida humana que se realiza siempre sobre el agua, como afirmara Peter Brook. AI tiempo que penetra e inscribe se desvanece, sin renunciar a la marca de fuego sobre el agua y la memoria. De ahí su inmanente condición crítica, la misma que, particularizándose, atraviesa la historia y el presente del teatro en la Isla.
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