(San Juan, 1896-1976). Uno de los poetas más líricos de la poesía en Puerto Rico es, sin lugar a dudas, este enorme poeta de variada palabra. Todavía su obra dispersa en periódicos y revistas merece la pena de ser recopilada y estudiada. Sus libros iniciales, Desfile romántico (1914) y El templo de los alabastros (1919), quedaron excluidos de sus obras completas, por indicación del poeta. Posiblemente, se equivocó, pues esos libros, a pesar de ser fruto de sus primeros pasos, marcan un claro derrotero dentro de la poesía en Puerto Rico, especialmente el segundo. Ejemplo de la riqueza que entraña la poesía de Ribera Chevremont que descansa en paz en periódicos y revistas es el poema que reproducimos aquí, “La ciudad roja”. A ningún poema de la literatura puertorriqueña se parece, por lo menos de los que conocemos. Una dicción cercana a la de la poesía de Guillaume Apollinaire, específicamente en el poema “Hay”, con sus enormes líneas que insisten en el haber de una existencia tocada por la guerra, por el caos de la mortandad. Una dicción profética, como la del mejor Neruda en Residencia en la tierra y Tercera residencia, abre una herida roja que parece atemorizar con la maldad de un día ensangrentado. Los elementos del poema son similares a los de William Blake. Pensamos, sobre todo, en El libro de Urizen. La amenaza de un caos del mal aterroriza. La cadencia lenta en largos versos –suplicio interminable– es evidentemente de tradición apocalíptica. Mientras más se acumulan los detalles de la ciudad fantasmal, más se decanta el yo lírico hacia una desolación enigmática. Sumada al verbo “hay”, la frase “yo conozco”, que se reitera a lo largo del poema, como una anáfora implacable, logra la tensión de las mejores poesías afiliadas a lo gótico. Como la ciudad de la muerte de Poe, como los abismos que celebra Blake, esta herida abierta en el planeta representa la posibilidad del mal humano desatado sobre la tierra. Sin embargo, el yo lírico recuerda al final del texto que no debemos olvidar que el Arcángel Miguel también mata; es decir, la maldad no se desata sin su contrapartida. El “Yo conozco” inicial, que se reitera a lo largo del texto, abre una posibilidad nefasta que no solo implica la existencia de la ciudad roja, sino las posibilidades que hay en ella para el humano. La visión telúrica de la ciudad roja desata una preocupación por la maldad humana y por sus consecuencias. El yo lírico, testigo de esa maldad, insiste en la persistencia de un recuerdo que aflorará posteriormente. De ahí, el carácter profético y apocalíptico del poema. La ciudad roja ha sido edificada por los seres humanos y en ella solo existe una destrucción reiterada. Como producto de entre guerras mundiales, “La ciudad roja” no deja de invitarnos a la meditación acerca de la destrucción humana sobre la tierra, de la misma manera que se verá en los versos de Residencia en la tierra, de Neruda. En esa ciudad, el yo lírico augura un día particular en el cual se desatará la maldad absoluta, en el cual la tierra será un infierno: “Un día en que el aire quema y las nubes pasan como barcos llenos de odio”. No solo la naturaleza es expresión de la maldad humana, sino que las casas, los templos, los barcos, entre otras hechuras humanas, asumen el odio y la venganza particulares del ser humano: “Un día en que las casas tienen miradas torvas y amenazan con los brazos de sus columnas”. Ese día nefasto es, también, el día en que el ser humano desencadena su animalidad; es decir, expone su verdadero ser. Ese día nefasto es el momento particular en el cual Satanás, los sátiros, los demonios, las brujas, celebran su liberación espectral y la monstruosidad. Sin embargo, la visión desoladora de ese espacio de perversidad queda paralizada hacia el final del poema, con la afirmación de la existencia aun del Arcángel que también mata, lo cual implica la guerra continua entre el Bien y el Mal.