NARRACIONES DE VIOLENCIA MASCULINA EN EL PUERTO RICO DEL SIGLO XIX
Astrid T. Cubano
Op. Cit., número 17, 2006-2007, pp. 11-29
ISSN 1526-5323
Resumen
El artículo reflexiona en torno a las narrativas de violencia que aparecen en expedientes judiciales de Puerto Rico en el siglo XIX. Explora sus implicaciones para el estudio de la cultura popular, la clase trabajadora y la aplicación de la ley bajo el régimen del colonialismo español de finales del siglo. Propone un enfoque histórico para el estudio de la violencia y al efecto examina cómo hombres de la época, en una coyuntura de expansión del capitalismo agrario, acudían al juzgado, ya en el papel de perjudicados, ya en el papel de testigos alarmados, para denunciar o para evitar peleas que culminaban en heridas discapacitantes de los cuerpos de los trabajadores. Al hacerlo participaban en una contienda discursiva para definir la hombría de forma alternativa o simplemente para expresar la preocupación de trabajadores asalariados que contaban sólo con sus cuerpos aptos para ganarse la vida. Así, las contiendas de hombres, como formas de violencia interpersonal, pasaban a ser delitos perseguidos por la ley.
Palabras clave: violencia, ley, masculinidad, Puerto Rico, historia
Abstract
This article studies 19th Century narratives of violence as they appear in Puerto Rican court records. It explores their implications for the study of popular culture in the past and for the understanding of some of the processes that conformed Nineteenth-Century male working class, particularly the workers’ relationship to the state and the law under Spanish late 19th Century colonialism. It argues for a historical approach to the study of violence and examines how, in a context of expanding agrarian capitalism, men went [p. 11] to the law either as victims or as witnesses to denounce or to avoid fights that could cause incapacitating injury. In doing this, men participated in a discursive contest to define manhood on alternative terms, or simply to express concern as salaried laborers who counted only on their able bodies to earn a living. Violent masculine contests, as forms of gendered interpersonal violence, were thus being constituted as punishable crimes.
Keywords: violence, law, masculinity, Puerto Rico, history
A fuerza de repetición por parte de los medios y otros sectores ciudadanos preocupados por su proliferación, la violencia hoy día se ha convertido en un término de uso común. Pero no es un concepto ni transparente ni sencillo. Está cargado de dobleces y significados encontrados; y, sobre todo, se manifiesta en variantes sustancialmente diversas. Terreno contencioso sin lugar a dudas, como advierte Madeline Román en su trabajo reciente, en el cual intenta desconstruir y exponer los usos acomodaticios del término que pueden llegar a ocultar miradas categóricas excluyentes y peyorativas. Así, para algunos pensadores la violencia es energía creadora a la vez que fuerza destructiva, para otros de mirada más moralizante, es enfermedad social.1 Para algunos la violencia emerge de un centro de poder, que es el estado (en su origen militarista y autoritario), y desde ahí se va filtrando a todos los sectores de la sociedad. A mí no me convence este acercamiento porque, en parte, he querido abordar el proceso contrario: la dispersión de la violencia y lo que tiene de inasible e incierto cuando nos aplicamos a su estudio desde la perspectiva de la ley.2
En ese ánimo de acercamiento reflexivo a la violencia, desde hace un tiempo me he concentrado en historiar la [p. 12] violencia interpersonal, la cual aunque sumamente compleja en los resortes que la conforman, veo como fenómeno vinculado al poder y a las relaciones de género, a la vez que me intereso en los juegos y negociaciones que la acompañan.3 La llamada violencia interpersonal ocurre entre personas que se conocen y, en mi estudio, se manifiesta en la práctica de la ley, cuando el agredido le da al acto de agresión física carácter concreto de violencia o violación de su integridad individual, y da parte a la ley. La ley, en su condición de sistema de fuerza y, en este sentido, igualmente de violencia, funcionará como un sistema negociado, que da apoyo sobre la base de un consenso o legitimación. Toma forma un régimen de relaciones en cual determinadas actividades empiezan a ser “violencia.”
Tal fluidez en el manejo de la violencia como tema de estudio no deja de constituir un reto metodológico. Da forma a una narrativa en la cual no todos los dilemas pueden ser superados; no persigue detectar víctimas en el pasado, a pesar de la inevitable empatía que pueda crearse entre el investigador y sus personajes de estudio. Precisamente por eso mi estrategia de narración de los testimonios judiciales (los cuales son la materia prima que investigo) insiste en proyectar entonaciones asertivas y acciones retadoras. Pero el dilema no se resuelve, ya que, por otro lado, el establecimiento judicial y los pares coetáneos, algunos de los cuales son estas supuestas víctimas, muchas veces denuncian a personas que realizan actos hasta entonces considerados cotidianos y que súbitamente empiezan a ser actos delictivos. Se da un proceso de categorización de barbarie a esas prácticas que pasan a ser actos de incivilidad. Por eso en otros puntos de mis trabajos (que aquí no quedarán de manifiesto) me doy al estudio de las dinámicas de resistencia y la forma en que las categorías de raza y género quedan atrapadas en una defensa de actos de “violencia” considerados propios de la costumbre local. Al efecto es importante aclarar que me he interesado, [p. 13] no tanto en violencias excepcionalmente extremas, sino en las cotidianas: la bofetada, el puñetazo, entre otras.
La cuestión de la integridad física del cuerpo es otro asunto metodológico de solución igualmente difícil. El cuerpo tiene una historia. Si bien es cierto que hay en la historia de la noción de la individualidad propia (el “self”) una especie de constante a través de todos los tiempos, como muy bien observa Jerold Siegel en su erudito libro The Idea of the Self.4 Esa especie de idea constante se relaciona en Siegel precisamente con la dimensión más física de la existencia. Yo, por el contrario, he insistido en la historicidad del cuerpo, de algunas de sus aspectos físicos; en lo que yo llamo la historicidad del cuerpo íntegro. En un momento dado en una comunidad se da una ruptura en la cual la gente empieza a definir una bofetada o un puñetazo como violación de su individualidad y no como algo cotidiano merecido por esposas desobedientes o algo adecuado en una pelea de taberna, la cual se había visto hasta entonces como una competencia de hombría en buena lid. La ley juega un papel fundamental en este proceso, al hacerse disponible y efectiva. Pero la gente misma contribuye a hacerla efectiva al denunciar. Así cambia el significado de una actividad cotidiana para convertirse en “violencia,” y en violación de ley. Esos atentados contra el cuerpo pasan a ser delitos punibles.
Finalmente, propongo la historia de la violencia no como suplemento especializado y prescindible que en un curso general de historia puede cubrirse si hay tiempo, después de explicar todo lo verdaderamente pertinente a la narrativa histórica. Temas como el de la violencia y el género están intrínsecamente ligados a la historia del poder y a la historia del estado, no visto éste como foco de poder y violencia, sino como resultado de un sinnúmero de negociaciones cotidianas que lo conforman a lo largo del tiempo. La violencia interpersonal, junto a la ley que la regula, estuvieron estrechamente vinculados al régimen colonial de Puerto Rico en el siglo XIX y a sus transformaciones. Conformaron algunos de los [p. 14] lineamientos básicos del colonialismo español, no solamente desde el punto de vista de las resistencias, sino desde el de las negociaciones. Tales negociaciones ocurren, en mi análisis, cuando los habitantes asumieron la ley como su marco de referencia.
Ley y violencia en el Puerto Rico del siglo XIX
Las peleas que terminaban en agresión física, especialmente entre hombres, eran el segundo delito más frecuente que llegaba a los tribunales de justicia en Puerto Rico durante la segunda mitad del siglo XIX, después del delito de hurto.5 El delito recibía el nombre de “lesiones” en la ley penal española. El delito de lesiones entre hombre también figura entre los más frecuentes en los expedientes judiciales del Tribunal Superior del distrito de Arecibo entre 1860 y 1895, los cuales son la principal fuente de este estudio.6 Allí encontré un total de casi 800 casos judiciales de violencia, la gran mayoría de los cuales eran disputas entre hombres, con solo 57 casos de violencia relacionada con mujeres y alrededor de 100 de violencia contra los agentes del orden público. Los barrios rurales de Camuy y Hatillo y los de la franja occidental del municipio de Arecibo son los escenarios principales de las trifulcas del distrito, aunque los barrios del interior montañoso también aparecen frecuentemente como lugares donde se reproducen esos rituales masculinos.
En su estudio de 1834 sobre las costumbres locales, George D. Flinter llegó a describir el fenómeno de las peleas rurales:
Like the peasantry of Ireland, they [Puerto Rico’s peasants] are proverbial for their hospitality: and, like them, they are ever ready to fight on the slightest provocation.7 [p. 15]
De acuerdo con el condescendiente, aunque distanciado retrato de Flinter, los hombre del campo, los llamados “jíbaros” (a los que clasificó como pertenecientes a la raza blanca), estaban acostumbrados a pelear ante la menor provocación, es decir ante una ofensa contra su persona, de forma instantánea. Tal comportamiento no era obstáculo para que Flinter concluyese que los habitantes blancos del campo eran muy civilizados:
The Xibaro, a name which is applied to those white people who reside in the country (I do not here allude to the better classes), are very civil in their manners.8
El visitante irlandés se sintió impresionado por el gesto dramático de la pelea, la cual consideró honorable, compartiendo al hacerlo los códigos de raza y género. Pelear era cosa de hombres honorables y blancos.9
Hay que considerar ciertos matices al analizar el desenvolvimiento de estos rituales masculinos. En primer lugar, la justicia real española había operado por siglos y estaba disponible a petición de la parte ofendida para resolver conflictos interpersonales en el reino. Solo las regiones menos pobladas del imperio se encontraban al margen de esos mecanismos de control real. Además, la vida cotidiana imponía cada vez más restricciones a estos actos de violencia, los cuales se convertían en cosa de pasado, al menos en la imaginación de los sectores educados criollos, según se observa en el tono menos condescendiente de Julio Vizcarrondo: “En esa época raro era el baile que no se acababa con algunos sablazos, pues los bailes justamente eran las galleras de la juventud... Era necesario que corriese la sangre para lavar una afrenta”.10 Aun así, las [p. 16] expresiones de este tipo de masculinidad son sorprendentemente abundantes en los expedientes judiciales de la segunda mitad del siglo XIX. Los hombres de la región, especialmente los de clase popular, consistentemente exhibían ese comportamiento y reproducían la imagen que se esperaba de ellos con gestos y palabras que nos permiten observar la conexión entre raza, género y violencia.
Las instancias de agresión individual, por triviales que nos parezcan, jugaban un rol fundamental en una comunidad local tan jerarquizada por raza, algo que también observara Flinter:
To be white, is a species of title of nobility in a country where slaves and people of colour form the lower ranks of society, and where every grade of colour, ascending from jet-black Negro to the pure white, carries with it a certain feeling of superiority.11
Pelear para defender el honor era un privilegio de hombres libres, un signo de blancura y rango social, fuera del alcance de esclavos y mujeres. Las peleas que tan frecuentemente aparecen en los expedientes judiciales de 1860-1895 deben ser examinadas como enunciados políticos destinados a reproducir un orden social en la comunidad. Eran marcadores de raza, género y rango social, y señalaban el comportamiento honorable en contraposición a la condición subordinada de lo femenino y esclavizado, si bien según avanzaba el siglo, llegó la práctica a extenderse a casi toda la población masculina del campo, tanto los llamados “labradores” (propietarios de pequeños lotes de tierra) como los jornaleros que poblaban abundantemente las regiones periféricas del distrito judicial, muchos de los cuales se agrupaban en el censo bajo la clasificación de “blancos.” Para los desposeídos, la práctica posiblemente tenía un efecto nivelador que frenaba el descenso en la escala social implacablemente dictado por la expansión de los cultivos comerciales y la pérdida del acceso a la propiedad rural. [p. 17]Pero, y volviendo al tema de las narrativas de violencia que me interesa explorar en este ensayo, una pelea de hombres en el campo no era un acto “de violencia” sino más bien un acto consensual, una forma de arreglar cuentas y diferencias y una honrosa exhibición de valor característica de hombres respetables. En este ensayo me interesa explorar como esto dejó de ser así para convertirse las peleas rurales en delitos objeto de denuncias a las autoridades, las cuales a su vez estaban cada vez más disponibles y dispuestas a castigar ese comportamiento. De manera que inciden en mi reflexión dos preocupaciones. Una es la de entender estos actos que hoy no dudamos en llamar “violentos” en relación al estado, como formas de ajusticiamiento privado que el estado, con su brazo policial y judicial, empezó a controlar efectivamente con miras a poner la justicia y el castigo exclusivamente en manos del aparato público y oficial. Las abundantes peleas de hombres que encuentro en los expedientes judiciales revelan que la policía crecientemente perseguía y castigaba esos rituales masculinos locales, en parte por el interés de convertir estos habitantes en trabajadores disciplinados y civilizados, al modelo burgués de clase media imperante en el siglo XIX. Pero, más importante aún, me guía la preocupación de hacer notar que eran los propios trabajadores los que acudían a la justicia a narrar y denunciar lo que cada vez más aparecía, no como una costumbre local, sino como un acto de “violencia”, a pesar de que el vocablo no se empleaba tal y como lo haríamos hoy. Ocurría cuando en una riña acompañada de golpes o heridas de cuchillo, el agredido acudía a la justicia para denunciar el acto de violación de su individualidad y su integridad física, o cuando a un observador común llega a parecerle esa riña un problema de orden público, y la denuncia a las autoridades en espera de que se produzca un castigo reparador. Así que interpreto, después de observar el aumento constante de los casos de “violencia” interpersonal que manejaba la justicia a lo largo de las décadas estudiadas, que los conflictos físicos interpersonales crecientemente fueron percibidos por muchos como violencia y desorden público, y que la postura considerada honrosa cada vez más era la del recurso legal, la denuncia formal que buscaba la reparación por la vía judicial. [p. 18]
Hay trabajos recientes sobre otros lugares de Latinoamérica, particularmente en contextos de economías agroexportadoras similares a la de Puerto Rico en el XIX, que presentan y analizan diversas instancias de comportamiento violento de los hombres de clase trabajadora, el cual ven con toda su carga de dominación de género y como resistencia a la disciplina de trabajo capitalista y a la autoridad del estado.12 Tampoco dejan de notar que el comportamiento pendenciero y alborotoso encierra rituales afectivos de enlace y solidaridad masculina entre trabajadores que demuestran su fortaleza física y sus pasiones, creando una tensión propia de la vida comunitaria.13 Pero esta mirada, sin dejar de parecerme acertada, deja fuera una parte muy importante de las narrativas de violencia que presentaré en este artículo. Me interesa hacer notar que en el Puerto Rico del siglo XIX, en el contexto de crecimiento demográfico y transformaciones específicas del capitalismo agroexportador, participantes y espectadores de las peleas llegaron a percibirlas como violencia injusta e indeseada. Casi toda la literatura sobre el tema enfoca los rituales como expresión de género a la vez que de resistencia, pero ignora aspectos importantes que se hacen evidentes en las narrativas judiciales que he examinado. Hay una trama que permanece invisible a pesar [p. 19] de su enorme potencial interpretativo y de sus importantes consecuencias políticas. Los hombres y mujeres que acudían ante el comisario de barrio o ante alguna otra autoridad local para denunciar una confrontación física o las lesiones que ésta causaba participaban en la creación del delito, que por virtud de esa denuncia quedaba plasmado como crimen violento. Se rompía el código de la pelea y la agresión como gesto aceptable e incluso “honroso”, para dejar prevalecer la ley que controlaba y castigaba el comportamiento violento. Tomaba forma un territorio común de participación de la gente con el establecimiento judicial del colonialismo español en Puerto Rico.
Honor, violencia y performance de lo masculino
El honor proporcionaba el lenguaje del privilegio masculino y justificaba el concurso de la pelea o el duelo, aún entre hombres de clase popular. Sabemos que los subalternos se apropiaban de los ideales del honor que la sociedad jerarquizada reservaba para las clases acomodadas y educadas. También sabemos que los ideales del honor estaban sujetos a los más diversos usos, así como a constantes negociaciones impuestas por las realidades de la vida cotidiana de hombres y mujeres.14 Pero si nos mantenemos dentro del ámbito de los concursos masculinos, observamos que el honor por una parte, justificaba la agresión. Por la otra, el lenguaje del honor también servía para denunciar la violación de la integridad física ante las autoridades. Mi propuesta es que detrás de esta trama de usos de lo honorable hay una historia que contar, hay un cambio fundamental que podemos narrar desde nuestra perspectiva de hoy. Por el momento, nos concentramos pues en el honor de los retos de hombría. Una típica razón [p. 20] para empezar una pelea sería cualquier frase considerada irrespetuosa: “le faltó de palabras”.15 Labradores y jornaleros empleaban el lenguaje del honor en sus conflictos cotidianos y al hacerlo reproducían con frecuencia los códigos de género contenidos en ese discurso. En 1880 en un barrio rural de Camuy, Regino Castro, labrador de 18 años de edad, confesó que había comenzado la pelea en la cual hirió con un cuchillo a su amigo Monserrate Tirado porque, en una conversación acerca del pago de una deuda, vio que Tirado había hecho un gesto que le ofendió.16 El abogado de la defensa intentó sin éxito validar el argumento de honor alegando que la intención de Castro a sacar el cuchillo había sido solo intimidar al oponente, no hacerle daño, y hacerle cesar las palabras y gestos que estaban causándole vergüenza. Similar es el caso del tabaquero Cosme Cabrera, a quien un joven amigo que saludó en la ocasión del velorio de un pariente, le recordó la deuda que tenía con su padre. Al oír esas palabras, Cabrera murmuró que no le cobrara “delante de la gente” y sacó un cuchillo con el cual después de una breve pelea, levemente hirió al joven.17 Otro abogado algaba que las intenciones de su cliente al herir a un amigo con el cual se encontró en la calle y el cual le cobró una deuda, habían sido detener el comportamiento de su amigo que “se la echaba de valiente” y le causaba humillación.18 Los jueces, sin embargo, sistemáticamente desatendían las alegaciones de los acusados y consideraban, al igual que los denunciantes, que esos actos, lejos de constituir comportamiento honroso, eran delitos punibles.
Era frecuente que dos hombres que empezaban una disputa en una taberna, salieran al exterior a pelear, frecuentemente a cuchilladas. Pero también se hacía cada vez más frecuente que la magia ritual del duelo se disipaba al tomar uno de los contrincantes la opción de acudir a las autoridades, en vez de enfrentar a su oponente. Este es el caso de de un grupo [p. 21] de amigos que se encontraba en una taberna compartiendo un vaso de ron, el cual pasaban de mano en mano hasta llegar a manos de Juan Rosado, quien lo pasó a Zacarías Rivera, el denunciante, quien contestó “que no tomaba sobras de nadie”. Humillado Rosado le invitó a pelear, lo que el denunciante se sintió obligado a aceptar, aunque cuando Rosado empezó a lanzarle cuchillazos, decidió huir y acudir al Comisario.19
Por su parte, las autoridades judiciales estaban cada vez más disponibles y su funcionamiento se hacía cada vez más sistematizado. El proceso de racionalización de la justicia se desarrollaba a la par que otros mecanismos de control social, todavía poco estudiados, que caracterizaron la vida colonial después de la abolición de la esclavitud en 1873 y de la erradicación legal de las formas de trabajo obligatorio.20 La codificación penal definía minuciosamente los delitos y sus correspondientes castigos, con lo cual contribuía a la administración eficiente de la ley al guiar y dar uniformidad a las decisiones de los jueces. Además, los procesos quedaban cada vez más regulados por estándares de rigor en la colección de evidencia con métodos racionales. Aún cuando no hubo incremento notable en las penas carcelarias asignadas durante el periodo estudiado (que eran exclusivamente de reclusión y no de castigo físico), se puede argumentar que en los 1870 y 80 se afianzaba un proceso de aplicación del código penal y de la ley procesal.21 Las penas se asignaban en función del número de días que tardaba en sanar la herida o golpe infligido, es decir el número de días que el trabajador se veía impedido de trabajar. Desde este nuevo punto de observación, incluso la creación de la Guardia Civil en 1869 y su desenvolvimiento [p. 22] en los años 70 se ven como parte de los mecanismos de aplicación sistemática de la ley. La Guardia Civil ha sido correctamente clasificada como el brazo militar y represivo del estado colonial para prevenir conspiraciones separatistas (reales o imaginarias) y conservar a la colonia firmemente alineada bajo el dominio español. Ciertamente, esa fue su función prioritaria, tal y como la diseñara el gobierno autoritario de José Laureano Sanz.22 El suceso de las torturas del 87, tan conocido y tan arraigado en la memoria del régimen español que prevalece hasta nuestros días, crea la impresión de que la Guardia Civil se dedicaba solo a perseguir y torturar puertorriqueños decimonónicos. Pero en mi estudio, la Guardia Civil se torna institución que cotidianamente actúa en sintonía con la meta de procurar un comportamiento racional y productivo entre los trabajadores. En la búsqueda de esta meta la Guardia Civil no estaba sola, sino en consonancia con muchos otros sectores de la sociedad colonial, incluidos los políticos liberales y gente de la clase trabajadora. Baste como muestra la apreciación expresada en 1888 en un periódico liberal de Arecibo sobre los importantes servicios que ofrece la Guardia Civil, merecedora de “respeto y consideración”.23
El performance del sujeto moderno
Ir al comisario, a la policía o al puesto de la Guardia Civil a denunciar una lesión corporal recibida en una pelea como un acto delictivo era equivalente a superar el código de silencio que prevalecía y que prescribía la aceptación de las lesiones recibidas en actitud reservada y honorable.24 Denunciar no era la práctica acostumbrada; al contrario, constituía un acto de deslealtad y deshonor. De manera similar se aplicaba el código de masculinidad en regiones rurales remotas y marginales de [p. 23] Latinoamérica. En la frontera ganadera de Uruguay, por ejemplo, John Chasteen encontró que ir a la ley a arreglar diferencias era deshonroso e incluso cobarde.25 Algunos de los casos que he examinado sugieren los hombres evitaban la intervención de la justicia en las disputas con sus pares. Una riña que se desató en el interior de una tienda en el barrio rural de Cialitos en marzo de 1890, sirve de evidencia al efecto. En esa pelea, el jornalero Manuel Albaya recibió una contusión en la cabeza que le dejó inconsciente por un rato. No la informó al comisario hasta 24 días después, a pesar de que había estado experimentando mareos, porque sus compañeros en la riña le pidieron “que no diera cuenta del hecho al Juzgado”.26 Similarmente, ese mismo año Lucas Rivera denunció que Eusebio Medina lo había herido en un pie con un cuchillo 20 días después del suceso. La riña había comenzado cuando Rivera intentó cobrar una deuda de 4 pesos a Medina y éste se sintió ofendido y lo retó a un duelo en el lugar llamado “La Poza”. Rivera, honrosamente, aceptó el reto y mantuvo en secreto mientras pudo la herida que éste le ocasionó. Pero ya se encontraba al punto de que no podía asistir a su trabajo debido al empeoramiento de la lesión, ante lo cual tuvo que acudir a las autoridades.27 En otro caso, el caficultor Rosendo Soto informó a una pareja de la Guardia Civil que patrullaba el barrio Cialitos que se encontraba enfermo tras la herida de cuchillo que le había infligido un amigo once días atrás durante una trifulca de taberna. Después de un baile, habían ido a tomar ron a la tienda, donde comenzó el argumento de la pelea en que perdió un dedo de la mano derecha.28
Algunas reflexiones en torno al panorama general de lo tradicional y lo moderno se hacen indispensables antes de [p. 24] continuar este relato del honor y la violencia en el Puerto Rico del siglo XIX. En cuestiones de violencia y respuesta honorable a una ofensa personal, el proceso de formación del estado absolutista europeo había reservado la prerrogativa del castigo y el ejercicio de la violencia para las instituciones de policía, justicia y milicia real. El estado castellano no había estado ajeno a esos desarrollos, como tampoco lo estuvo a la corriente humanitaria que modificaba el sentido de justicia real para buscar formas de castigo corporal menos crueles. Los juristas ilustrados del siglo XVIII se oponían al uso del castigo corporal y la tortura, que cada vez más estaba siendo reservado a los crímenes considerados “atroces”.29 La justicia sistemática, codificada y moderada en su castigo había ido ganando terreno a lo largo del XIX. La perspectiva moderna en Europa, lo mismo que la que se trasladaba a América, repudiaba los golpes y heridas viciosos al cuerpo de los súbditos, especialmente los que se infligían los hombres entre sí en nombre del honor, comportamiento que se tildaba de “medieval” y se consideraba guiado por pasionales y vanidosos deseos de gloria.30 Una versión más espiritual del honor se fue incorporando al comportamiento civilizado, en conexión con otros valores del modelo de comportamiento burgués, el cual por lo general se intentaba aplicar a la clase trabajadora, cuyas prácticas quedaban de buenas a primeras recluidas en la barbarie. El insulto y la provocación no debían ser causa de riña y ajusticiamiento instantáneo, sino que tocaba a la justicia del estado limpiar una ofensa.
El contraste de comportamientos que he descrito en el panorama grande, se puede igualmente observar al nivel microscópico del Puerto Rico decimonónico. Algunos hombres de clase trabajadora que aparecen en los casos judiciales que he estudiado proyectan un entendimiento de los masculino y honorable que converge con los ideales de la elite y del establecimiento judicial de la época. En 1888 el trabajador Avelino Rivera denuncia que ha recibido un golpe fuerte de parte de [p. 25] Julián Colón, alias Colorado (el informe médico luego reveló que tenía una fractura de la clavícula) en una tienda rural del barrio Santana de Arecibo. Pide que la justicia le castigue “porque el Colón hace en el barrio lo que mejor le cuadre y se cree que por nada de sus hechos se le castiga”.31 Cansado de recibir violencia de Colón, Rivera decide confiar en la ley para que le castigue. La lesión de Rivera tardó 53 días en sanar, durante los cuales no había podido ir a trabajar. Colorado fue declarado culpable de lesión grave, con una sentencia de más de un año de cárcel.
El caso de Avelino Rivera no es uno aislado. Desde el escenario de riñas y, a veces desde el trasfondo, hombres de la época acudían al juzgado, ya en el papel de perjudicados, ya en el papel de testigos alarmados, para denunciar o para evitar peleas que culminaban en heridas incapacitantes en los cuerpos de los trabajadores. Al hacerlo participaban en una contienda discursiva para definir la hombría de forma alternativa, o simplemente para expresar la preocupación de trabajadores asalariados que contaban solo con sus cuerpos aptos para ganarse la vida. La cuestión del trabajo, de que la lesión le impide ir al trabajo y la necesidad de trabajar sale de continuo en los testimonios.
El discurso del comportamiento civilizado se regaba entre la gente como una enredadera. En 1869 en el pueblo de Ciales, Plácido Pérez mostraba sus sólidas convicciones con relación a los buenos modales durante un baile. El labrador Felipe Feliciano en la pista de baile mantenía una acalorada discusión con su esposa, con la cual intercambiaba golpes. Pérez se les acercó para reconvenirles y explicarles que esa no era una acción de buen gusto.32 En otro escenario, un panadero declaraba que se había podido contener y negarse a aceptar una invitación de ir afuera a pelear.33 Otro labrador declaraba que había tenido que oír palabras ofensivas que, como “cabeza de familia,” no podía tolerar, pero finalmente pudo evitar una pelea.34 Un [p. 26] testigo de un altercado entre peones a la salida de un baile intentó intervenir “para apaciguarlos”.35 Intentar detener una pelea era un asunto arriesgado. El 15 de agosto de 1887, en el barrio Cialitos, Tomás Quiñones (clasificado como terrateniente, blanco y analfabeto) se acercó a la tienda de Joy y Mayol “a comprar comestibles para comer en su casa.” Manuel Rivera y Martín Luna estaban discutiendo enfrente de la tienda. Se acercó a ellos “con el fin de ponerlos en paz y se dejaran de altercados.” Luna sacó un cuchillo y le hirió en el brazo derecho, herida que al cabo de unos días y debido a una infección le causó la muerte.36 Otro hombre resultó gravemente herido al intentar infructuosamente detener una trifulca a la orilla del camino con la pregunta de “¿van a matar a un hombre?37
En muchos de los casos examinados había testigos deseosos de buscar al comisario para detener una pelea. Una madre acudió a llamar al comisario al momento que estaba a punto de empezar una pelea de su hijo con un grupo de amigos que jugaban a las cartas.38 José María Muñiz fue a buscar a la policía tan pronto como escuchó que su sobrino Ramón González, quien también era su vecino, comenzaba a pelear con su esposa. Ya sabía que se pondría violento y trató de prevenir una desgracia. Al llegar la policía encontró que los temores de González eran acertados, siendo el hermano detenido por atentado.39
El código del silencio se resquebrajaba por todos lados. Traer a la policía y aceptar el imperio de la ley implicaba superar los temores de ruptura de las redes de apoyo locales que mantenían los antiguos consensos funcionales y empezar a creer que el establecimiento judicial podía reemplazarlos. Implicaba romper pactos patriarcales, dejar atrás viejos rituales de resolución de conflictos y aceptar la ley como un código eficaz y funcional. Este proceso debe haberse desarrollado lenta y desigualmente, pero se estaba desarrollando y los expedientes que he examinado son reveladores. El funcionamiento efectivo de la ley se [p. 27] me hace evidente en muchos casos. En 1877 el guardia nocturno que vigilaba un barrio urbano de Manatí vio que entraba al pueblo por el camino un hombre que cojeaba y se sujetaba el vientre. Se acercó para ofrecerle ayuda y preguntarle de donde venía. El hombre respondió con evasivas que venía de un baile en el barrio Bajura, en casa de Marcos Caballero. El guardia pronto notó que el hombre tenía una herida, al parecer de cuchillo. Este hallazgo casual inició una investigación intensa. El herido, Santos Meléndez, rehusó dar más declaraciones ni decir quién lo había acuchillado, pero el guardia se desplazó a la casa del incidente, donde encontró dos heridos más. Al día siguiente el alcalde ordenó una investigación del suceso. Más de 10 hombres fueron citados al juzgado donde fueron interrogados hasta que se obtuvo un conjunto de declaraciones precisas que permitieron al juez determinar que 8 hombres habían participado en la pelea. Con ejemplar esfuerzo y paciencia, el incidente fue reconstruido al detalle. La trifulca había comenzado debido a un desacuerdo sobre si los músicos habrían de tocar un waltz o una polka. Santos Meléndez trató de justificar su resistencia a denunciar el suceso al guardia que lo encontró herido alegando que esa noche no podía hablar por el fuerte dolor que sentía. Todos los hombres recibieron sentencias de detención en la cárcel municipal en estricto cumplimiento del código penal: según el número de días que tardó en sanar la herida o golpe infligido al oponente, incluyendo al propio Meléndez, quien había causado lesiones menores a dos de los participantes.40
Casos como este sugieren que el establecimiento judicial era capaz de demostrar o crear la imagen de que la ley se cumplía estrictamente y constituía un código funcional. La administración de justicia era por lo general cuidadosa en demostrar que la ley aplicaba a todos de manera sistemática y constante. Las denuncias eran objeto de meticulosas investigaciones que no escatimaban en la colección de testimonios o en la reconstrucción convincente de los hechos para establecer verdades duraderas. Los comisarios, la policía y la Guardia Civil se mantenían alineados por lo general en las metas del sistema judicial y el cumplimiento de los procesos. De esta forma, la estructura legal [p. 28] contribuía a presionar para modificar comportamientos y mucha gente, particularmente los hombres de clase trabajadora, comenzaban a narrar su mundo en los términos que proporcionaba la ley, insertos en una red de significados, posiblemente más estratégica y viable que el viejo sistema del honor y el compromiso de silencio ante las autoridades. La ley, como sistema de fuerza y norma, entraba poco a poco en la vida cotidiana de la gente común y daba nuevos significados al honor y a la violencia.
Para narrar la violencia: reflexión final
En una conferencia de 1989 Jacques Derrida expone la violencia inscrita en la propia ley como sistema impositivo y de forzoso cumplimiento. Para Derrida era importante enfocar ese rasgo fundamental de la ley, inspirado en los escritos de Walter Benjamin, cuyo trabajo a su vez describe en el contexto de la tradición autoritaria alemana, la cual deseaba Benjamin superar o derribar. En mi trabajo, en cambio, intento un desplazamiento del foco de esa reflexión de violencia que ha dominado la discusión y que viene, en mi opinión, más vinculada a la reflexión sobre la violencia revolucionaria/política o sobre la fuerza que contrarresta una violencia de ley.41 A mí me interesa explorar los detalles cotidianos de la ruptura de lo moderno; comprender los procesos microscópicos de la fundación de un régimen de fuerza de ley y la erosión o deslegitimación de otro. Me interesa ver lo que a esa escala de observación se puede patentizar mejor: la negociación, la dispersión de la violencia y eso que tiene de incierta e inasible cuando nos aplicamos a su estudio desde el ámbito de la ley. A esa escala de reflexión, no tiene que plantearse el esquema de víctima/victimario ni se hace preciso un acercamiento moralista, el cual como lo plantea Diana Paton, seguramente constituye una salida acomodaticia para soslayar el complejo y fluido tema de las relaciones de poder.42 [p. 29]